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Que nadie ahogue nuestra voz


El 25 de este mes se ha conmemorado el día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer y he recordado a Eivy Ágreda. 


En 2018, cuando la tragedia era noticia escribí: “he tratado de evitar a cuánta persona me haya comentado el tema y, a pesar de no querer hablarlo, he sentido apretujado el corazón… he sentido miedo porque recordé varias de las historias de terror que leí semanas atrás en Twitter con el hastag #cuéntalo y también recordé que yo quise, pero no pude escribir…”

Aún ahora recuerdo esas historias y también recuerdo las mías. Y recordarlo provoca que los vellos de mis brazos se me ericen. Luego respiro profundo y me calmo. Pienso en lo afortunada que soy. Y de ese miedo y de esa calma paso a la cólera. Me da cólera que muchos minimicen esto que vivimos a diario, al cruzar la puerta de casa, si es que el terror no lo vivimos dentro.

Me da ganas de gritar que el miedo que yo sentía cuando, al salir del colegio, a mis amigas y a mí nos perseguían y nos acosaban, cuando nos miraban con ojos perversos y solo podíamos acelerar el paso mientras nos saltaba el corazón, era real. Que aún ahora, cuando camino sola por una calle un poco oscura tengo miedo de que detrás de mí venga un hombre.

Me da ganas de gritar que es fácil juzgar, pero que muchas veces el miedo te paraliza en situaciones en las que solo quieres correr. En mi primera semana de universidad un hombre se subió a mi carro que estaba casi vacío. Yo andaba somnolienta y cuando me di cuenta, el asqueroso de mierda estaba sentado a mi lado masturbándose. Apestaba a alcohol. Mi impresión fue grande. Después de unos segundos en donde quedé paralizada pude empujarlo y salir. Bajé del carro varias cuadras antes y empecé a caminar. Tenía un nudo en la garganta. Quería llorar. Ese miedo también fue real. Y me encoleriza la opinión sobre lo que tú “persona que solo juzga” haría en esa situación, porque para mí el miedo y el asco en ese instante fue real e hice lo que pude con todas esas emociones encima.

Me he dado cuenta de que muchas de nosotras nos callamos tantas cosas que nos pasan, que nos dan miedo. No recuerdo una conversación explícita sobre el acoso ni en casa ni en el colegio. Solo recuerdo ciertos cuidados, como cuando tenía una pijamada y si estaba el papá o mi amiga tenía hermanos, entonces no iba.  En ese entonces no entendía el por qué. Ahora veo que, quizá no hablaban, pero nos cuidaban de cosas que nos pueden pasar por ser mujeres. Cosas que comienzan cuando aún somos niñas y nos dan más miedo que los monstruos inexistentes debajo de nuestras camas. Cosas como cuando los putos taxistas desaceleran y ofrecen llevarte gratis. O el miedo de terminar con ese chico al que ya no quieres a tu lado porque te has dado cuenta de que es violento.

Miedo de convertirte en parte de las estadísticas. Y pienso que acompañado de ese miedo que te invade está la vergüenza. Como si fueras la culpable. Y entonces crees que lo mejor es callar. Y piensas en cuántas veces habrá sentido ese miedo y esa vergüenza tu mamá. Entonces decides también callar por ella. Callas para no preocuparla, porque al final has tenido suerte y, a pesar del miedo, la impresión, el trauma, estás bien, estás bien porque sigues viva.

Callas y ruegas porque no les pase nada a tus hermanas, a tus primas, a tus amigas, a ti. Y ese miedo sigue latente y sale a la luz otra vez cuando te encuentras con un acosador, o simplemente cuando se hace tarde y vas sola de regreso a casa.

Pero llega el momento en que una se da cuenta que ya no quiere vivir en silencio, que no quiere callar más. Se acabó.


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