Subí corriendo las escaleras del puente esperando no irme de cara contra el suelo. El foco del único poste que alumbra el lugar se había quemado y los escalones casi no se distinguían. Estaba apurada porque no quería que me deje el último tren y también porque tenía miedo de que me roben. Llegué jadeando a la entrada de la estación María Auxiliadora. Una de las puertas estaba cerrada. El único vigilante que había en la estación me miró detenidamente. Tenía puesto un chaleco verde chillón y parecía cansado. Miré la pantalla donde aparecen los horarios de los trenes pero estaban pasando uno de sus spots publicitarios donde subliminalmente te piden paciencia y buen humor.
Metí mi mano apresuradamente en mi bolso negro para sacar mi billetera y pensé, “carajo, solo falta que mi tarjeta no tenga saldo”, no recordaba cuando la había recargado por última vez.
Volví a mirar la pantalla y me di cuenta que aún figuraban dos trenes por llegar y el más próximo estaría en la estación todavía en 10 minutos. “Debería aprender bien los horarios” pensé, “así no tendría que estar a la carrera”. Me di cuenta que el vigilante aún me observaba, supuse que pensaba que mi intención era entrar por debajo del torniquete sin pagar.
Pasé mi tarjeta. Tenía S/. 1.50 de saldo. Me sentí aliviada de que me quedara exactamente para un viaje. No tendría que ir en carro hasta mi casa. Bajé lentamente las escaleras hasta el andén. Aún seguía un poco agitada. Al bajar el último escalón me percaté que había poca gente esperando el tren. La mayoría estaba de pie, salvo por un par de señoras que se encontraban sentadas conversando, pero más parecía que discutían.
Me dirigí a los asientos que están en medio del andén y mientras caminaba observaba los rostros de las personas escudriñando con desconfianza bajo sus expresiones. Me sentía un poco paranoica, pero no podía quitarme la frase que tan incisivamente mi mamá había repetido durante la semana “¡Uno ya no está seguro ni en su casa!”.
Esa semana a la desafortunada nieta de la señora Gregoria, una vecina que vive cruzando el parque, le habían robado en la puerta de su casa mientras buscaba sus llaves en su cartera. La señora Gregoria espantada le había contado a mi mamá que un chico se bajó de un mototaxi y la amenazó con un arma y junto a su cómplice, quien manejaba la moto, se llevó sus cosas. Y a su vez mi mamá le contó que esa misma semana, uno de esos raros días en los que yo regresaba temprano, vi desde nuestra puerta como al vecino que vive a tres casas le desmantelaban el carro en su propia puerta a las 6 de la tarde, a la vista de unos niños pequeños que jugaban en el parque. Incluso a uno de ellos que se acercó a curiosear, lo regresaron a jugar después de ponerle un arma en la espalda. La urbanización Jardín estaba en alerta roja. Mi mamá estaba muy angustiada por mis regresos nocturnos, que me volvían para ella un blanco fácil. Yo estaba un poco más asustada de lo normal.
Mientras pensaba y observaba me topé con el gesto duro de un señor cincuentón. Su mirada me decía: “y tú qué diablos me ves”. Volteé un poco la cara tratando de disimular. Aceleré el paso y me acomodé en uno de los asientos plomos. Saqué mi celular y sonreí pensando que ahora si ya estaba un poco demente. “Tienes que relajarte” me repetía.
Había tenido un día demasiado agotador, yendo y viendo atorada en el tráfico. Volando para no llegar tarde a ningún lugar. A mí no me gusta llegar tarde pero menos me gusta ir apurada, apretada, tensa. Me gusta tomarme mi tiempo y disfrutar del trayecto mientras escucho música. Esa mañana, mientras luchaba para salir de uno de los vagones mis audífonos se atoraron entre el tumulto de las personas y al jalarlos se dañaron completamente. Empecé el día renegando y puteando al aire. Estaba aburrida y tenía mucho sueño.
Era ese día del mes en el que me siento más ahuevada que de costumbre. No sé por qué me pasa eso. A veces esa sensación dura más de un día. A veces en meses no tengo uno de esos días. “Algo debe estar mal en mi cerebro” pienso “y eso me divierte”.
Era ya muy tarde y solo quería llegar a casa, acomodarme en mi cama mal tendida y llena de ropa, prender la tele y ver algo que no sea noticias hasta quedarme dormida.
Después de etiquetar a mis amigos en algunos memes, y de enviar algunos mensajes por whatsapp, levanté mi cara para ver la hora en el reloj de la estación. Según la hora de mi celular el tren ya debía haber llegado pero no había ni señales de él.
De pronto vi bajar por las escaleras a un señor con una niña en brazos. Intentaba apurarse, y como se dio cuenta que aún no llegaba el tren parecía más tranquilo. Pensé en que también él debería aprenderse los horarios, porque correr cargando a una niña es más complicado. El señor era alto, con barba y cabello negro. Calculé que tendría unos 40 años y la niña unos 5. Ella llevaba un polo manga larga rosado y un vestido jean encima. Dormía profundamente.
Me quedé observándolos un rato. El hecho de ver a un papá con su hija y su diminuta mochila rosada, para mí, es raro, es tierno, me hace recordar cuando mi papá aún podía cargarme, y cuando yo era aún una niña.
Llegó el tren. Me subí con una pequeña sonrisa. Ellos me pusieron un poco contenta. También el estar un poco más cerca de casa me ponía así.
Entré y me senté rápidamente. Bajé la vista y saqué inmediatamente el celular, no me gusta ver las miradas de las personas que no consiguen asiento, me hacen sentir un poco culpable. Mientras contestaba un mensaje sonó el pitido de la puerta del tren cerrándose. Levanté mi cabeza por inercia. Al cerrarse la puerta del tren me gusta contar las estaciones y los minutos que faltan para mi destino. Es como una manía.
Frente a mí, se encontraba de pie nuevamente el hombre con su hija en brazos. Me paré rápidamente. Él me sonrió aliviado y se sentó acomodando con cuidado a su hija en su regazo y a la pequeña maleta rosada a un costado.
Bajé la mirada a mi celular otra vez, entré a facebook, pero nada me llamaba la atención. Pensaba en que me gustaría tener mis audífonos conmigo. Luego me pregunté si sería la primera vez que el papá sale solo con la niña o si siempre lo hace. Me pregunté dónde estaría la mamá y si la niña no preferiría estar con ella. Luego pensé en lo raro que es preguntarme por un par de extraños. Intenté justificar mis pensamientos recordando que mi intriga se debía a que ellos me recuerdan un poco a mí y a mi papá.
Levanté la mirada de mi celular y la dirigí curiosa hacia ellos. La niña seguía durmiendo placenteramente. Soltaba pequeños suspiros y me pregunté si estaría soñando algo. De la pequeña maleta el papá sacó un peine rosado de cerdas delgadas. Desató la pequeña colita de la niña y empezó a peinar con suavidad su cabello lacio. Lo hacía con tanto cuidado que parecía que el peine no la tocaba.
El hombre la miraba con amor. Lo sé porque así solía mirarme mi papá. Me di cuenta que él empezó a hablarle, casi a susurrarle mientras la cepillaba. Le decía que la amaba, le decía princesa, le decía que duerma tranquila. La niña entreabrió sus pequeños ojos negros y lo miró. Él le sonrió y ella se acurrucó para seguir durmiendo.
Contuve las lágrimas y bajé la vista nuevamente al celular. No sé si alguien más se percató de la escena o peor aún si alguien más se dio cuenta de que yo estaba mirando la escena y de que estaba a punto de llorar.
Mantuve la vista en el celular durante todas las estaciones que aún me quedaban. Sentía un nudo en el corazón. Bajé del tren, me senté en una de las sillas de la estación y por fin pude llorar. Lloré y lloré hasta que me reí. Me reí de lo estúpida que podía verme para las personas que pasaban mirándome. Me reí porque me sentía un poco idiota. Me reí porque era lo más bonito que había visto en días. Me reí porque de pronto ya no me sentía tan “ahuevada”.
— “Señorita ya se va a cerrar la estación” me dijo uno de los vigilantes al ver que no me subí al último tren que ya había pasado. Y yo simplemente me reí.
Te extraño mucho papá.
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