Cindy era mi muñeca favorita en todo el mundo. Ella fue el primer regalo que me dio mi papá cuando nací y él único recuerdo de él que me acompañó hasta Lima.
Un día de los más calurosos de verano, de esos en los que te sientes agotado por el sol, mi mamá y yo fuimos a ver la nueva casa en donde viviríamos. Iríamos desde cercado de Lima hasta Villa María del triunfo. Era la primera vez que salía del centro de Lima, tenía cinco años, y no recordaba haber hecho un viaje tan largo antes en mi vida, excepto por el que hice desde Chiclayo a la Capital, pero ese fue un viaje triste.
-¡Es lejos Esly, más de una hora en el carro! Anda al baño. – Dijo muy seria mi mamá-
- ¡No tengo ganas! – respondí
-¿Segura? – replicó con mirada desconfiada
- ¡Sí…vámonossss! – respondí impaciente
- ¡Deja a Cindy!- Sentenció mi mamá. Yo pensé en que era imposible dejar a mi compañera de aventuras en casa.
- ¡No! - respondí. Mi mamá afortunadamente no insistió.
La casa estaba ubicada casi en una esquina. Era de cuatro pisos, roja y tenía un pequeño jardín en la entrada. Pasamos a la sala y nos quedamos paradas esperando cerca a la puerta de entrada.
La sala era oscura, lo poco que se lograba distinguir era gracias a una ventana por la que se colaba la luz del día. De esa ventana colgaban unas largas cortinas cremas; había también unos sillones grandes y viejos, tenían un tono naranja desteñido y parecían empolvados. En medio de ellos había una pequeña mesa de madera con adornos y al lado de uno de los sillones más largos empezaba un pasadizo amplio y oscuro que conectaba la sala con el resto de la casa.
Habían transcurrido apenas unos minutos de espera y mi mamá ya estaba impaciente, lo sabía porque movía su cabeza de un lado al otro, en silencio, así había permanecido desde que bajamos del carro. Yo estaba aburrida. No había mucho que ver, así que me puse a jugar con mi muñeca.
Cindy era una bebé pelona. Su ropa consistía solo en un enterizo celeste con cuello de bobos y estampado floreado. No tenía zapatitos ni medias y ya no emitía ningún sonido pero eso no me importaba, la diminuta sonrisa dibujada en su rostro lo compensaba. Lo que más amaba de ella eran sus pequeños ojos azules, los amaba porque se abrían y cerraban al compás de mis movimientos, me acompañaban, iban a mi ritmo, a mi paso, por eso siempre la llevaba conmigo. Me gustaban también sus pequeñas pestañas negras que parecían reales y su olor a libro viejo que percibía cuando pegaba mi nariz a su frente. Aquella muñeca ya no era nueva pero era mía, y yo la amaba.
Mientras jugaba unos gritos me asustaron. Del pasadizo salieron corriendo unas niñas más grandes que yo, nos rodearon, y de la misma forma en la que aparecieron se volvieron a perder en la oscuridad, a lo lejos solo se escuchaban sus gritos.
¡Son tus primitas! - dijo mi mamá. Yo asustada le apretaba cada vez más fuerte la mano.
Del mismo pasillo se asomó la figura de una señora gorda, de cabello largo y ondulado que nos daba la bienvenida. Al oír aquella voz chillona me escondí ligeramente tras mi mamá. Yo no quería saludar. Al poco rato mi mamá desapareció con aquella mujer dejándome sola parada en el mismo lugar.
Decidí acercarme lo más que podía a la luz de la ventana y me puse a hablar con Cindy, así me sentía más segura, éramos yo, Cindy y la luz del sol.
Por el pasillo nuevamente se escuchaban los gritos, eran las niñas, salieron corriendo y jaloneandose entre ellas, agitadas de tanto correr. Al verme parada, sola, una de ellas, la más enana se me acercó
-¿Qué haces?
-Espero a mi mamá.
-¿Y sabes dónde está?
- No.
- Si me emprestas tu muñeca yo te llevo con ella.
-No.
- Entonces le voy a decir a tu mamá que no me la quieres prestar.
Me asusté y abracé fuerte a Cindy. La niña más grande de pronto se me acercó y empezó a jalar mi muñeca mientras gritaba
- ¡Dámela!
- ¡Noo!, gritaba yo.
- ¡Dámela!, insistía.
Y de pronto con su fuerza de niña grande me la arranchó de entre los brazos, la samaqueó y vio como sus pequeños ojos azules se abrían y cerraban.
La niña más enana, que estaba a su lado observando con detenimiento todo, se acercó unos pasos más y en un momento de silencio le metió certeramente su uña al ojo izquierdo de Cindy, y se lo arrancó.
Solté un grito y empecé a llorar desconsoladamente. La grandulona me devolvió a Cindy e inmediatamente ambas se pusieron también a llorar. Tres mamás asustadas aparecieron en la escena, Cindy ya estaba en mi mano, y yo lloraba y lloraba.
¡Lo vamos a arreglar! Decía mi mamá, ¡Te compramos otra! Decía la señora gorda, ¡ya no llores mamita! Me decía la tercera mamá a la que yo entre lágrimas casi no distinguía.
Yo no quería otra Cindy, ni otro ojo, ni otra casa, ni vivir en Lima. Abracé a mi Cindy llorando mientras mi mamá nos abrazaba a ambas. Mi muñeca ya nunca sería la misma pero seguía siendo mía, y ahora la amaba más que antes.
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